domingo, 14 de julio de 2013

Ella.

La conocí una tarde de invierno en la que
llovía muchísimo, ahí estaba ella, empapada
bajo un árbol esperando que parase la lluvia;
yo mientras la observaba, desde lejos y
en silencio sin que lo supiera,cual escultor
admirando sus obras, en silencio... decidí
acercarme y darle cobijo bajo mi paraguas
(el cuál ella aceptó sonriente).

La acompañé varias calles hasta su casa,
ella agradecida me invitó a pasar hasta que
amainase, y yo, cómo no, acepté gustoso.

Era tan hermosa... su piel blanca y pelo
negro me provocaban una sensación
que nunca llegué a comprender...
y su olor... ¡oh si, su olor!... quién pudiese
conservar semejante perfume para que
perdurase en el tiempo...
Dichoso sería el caballero que tomase su
mano y gozara de su mirada al despertar.

Poco a poco fue pasando la tarde,
y con la tarde también la lluvia, así
que con gesto amable me hizo entender
que era hora de abandonar su hogar;
pero yo no quise... no podía dejarla...
la necesitaba, y tras esa tarde no podía
dejarla.

Mis manos en sus brazos la hicieron presa
(era incluso más suave de lo que llegué a
imaginar), mi navaja se deslizó hacia el
interior de su cuello, haciéndola mía para
siempre, y de nadie más...

El perfume de su pelo me acompaña cada
noche, y sus ojos aún brillan para mí,
y sólo para mí.


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